Desde muy pequeña quise aprender lengua de signos. Tenía 10 años cuando estando en la escuela vi por primera vez en mi vida una hojita de papel donde estaba dibujado el alfabeto de los sordos. Pensé: «esto algún día lo estudiaré»; y siempre seguí pensando que debía estudiarlo. En 1995 empecé a estudiar lengua de signos catalana. Al llegar a clase pensé: «¡por fin!». Habían pasado 25 años desde aquel día en la escuela.
Estudié en la Federación de Sordos de Cataluña (FESOCA) y aprendí el primer día que la lengua de signos no es universal, sino que cada comunidad posee la suya. En España tenemos dos, la lengua de signos catalana (LSC) y la española (LSE) que no conviven en el territorio como sí lo hacen las lenguas orales. También aprendí que aquel alfabeto que me acompañó durante tantos años, no era la lengua de signos y que las personas sordas lo usan de manera ocasional, por ejemplo, para designar un neologismo, ya que todo tiene un signo que lo identifica (hasta las personas), y si no lo tiene se crea. Las lenguas de signos, como las lenguas orales, están vivas y por ello cambian y se enriquecen.
Desde los años 60 del siglo pasado, en que el lingüista William C. Stokoe estudió la lengua de signos americana (AMESLAN), sabemos que las lenguas de signos son lenguas completas en todos los sentidos, de forma análoga a las orales. A pesar de ello, aún se podían leer bien entrados los años 80 libros en los que se decía que la lengua de signos era un conjunto de signos más o menos ordenado que permitía expresar cosas básicas y que no servía para expresar sentimientos. Esto es, cuanto menos, un grave error. He visto teatro en lengua de signos, se recita poesía en lengua de signos, se reza en lengua de signos, y, por supuesto, las personas Sordas se pelean en lengua de signos y se aman en lengua de signos.
Begonya Torres Gallardo
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